jueves, 20 de febrero de 2020

El viejo profesor

El viejo profesor del pueblo fue siempre un hombre apuesto y simpático, aún lo seguía siendo, a pesar de su evidente cojera y que la mano derecha le temblase más de lo normal. Yo le recuerdo siempre atento y cariñoso, pero también recto y disciplinado. Era el único profesor que conseguía hacer callar a todos los niños de la clase con un solo gesto.

Estudié medicina y decidí quedarme en mi pueblo, monté una pequeña consulta en la que atendía a los vecinos y como los servicios sanitarios más cercanos quedaban a una hora en coche, el negocio no iba mal del todo. En el pueblo todos me conocían y confiaban en mí; además, si no podían pagar con dinero, siempre podíamos apañar la factura con unas buenas verduras del huerto o unos huevos de las gallinas de Doña Herminia.

El profesor vivía solo y yo solía pasar a verle una vez por semana. De un tiempo a esta parte le notaba extraño, huraño más bien. Parecía que mi presencia le molestase y me di cuenta de que cada vez que iba a verle su escritorio, que normalmente rebosaba papeleo, estaba impoluto. Así que en mi última visita le pregunté cómo iban sus investigaciones acerca de las ruinas del viejo alcornocal, cercano al río. Se puso muy nervioso, diría que hasta un poco agresivo y me despachó de malas maneras.

De camino a casa no podía dejar de pensar en qué sería lo que le estaba ocurriendo. Cuando iba a abrir la puerta me fijé en que él subía la cuesta que lleva al bosque. Parecía que hablaba solo y su cojera ya no era tan evidente puesto que iba bastante deprisa para su edad. Decidí que sería mejor seguirle.

Al poco rato, entendí que iba a las ruinas, así que me apresuré y cogí un atajo. El camino era peor pero llegaría unos cinco minutos antes que él.

Y allí, agazapada entre los árboles, estaba esperando ver aparecer al viejo maestro cuando el ruido de una moto que se acercaba me sobresaltó. El motorista llegó, sin quitarse el casco dejó una carpeta en la entrada de las ruinas, le puso unas ramas encima y se marchó. Estaba sopesando si bajar a recoger la carpeta cuando vi aparecer al viejo profesor, que se acercó a la entrada, quitó las ramas y se llevó la carpeta como si supiera exactamente donde buscar. Miró a los lados, nervioso, como si temiera que alguien le estuviera espiando y se marchó presuroso del lugar.

Me quedé allí, sentada entre los arbustos, pensando que todo lo que acababa de ver parecía salido de una novela negra. Me froté los ojos y bajé a las ruinas, había estado allí muchas veces a lo largo de mi vida pero nunca había entrado en la edificación. Los niños contaban historias de miedo sobre aquellas ruinas y yo era muy aprensiva. Me armé de valor y entré en el recinto. Parecía una ermita antigua, llena de maleza y con parte del techo derruido, pero en la que aún se podía distinguir la zona de lo que fue un altar. Cuando estaba llegando a la zona del altar oí de nuevo cómo una moto se paraba en la entrada y unos pasos que se acercaban. Mi corazón iba a salirse del pecho. Tenía que ser el mismo motorista que había dejado la carpeta, tenía que esconderme... No, decidí que no me escondería, actuaría con naturalidad. Estaba paseando y entré a curiosear... Sí, esa me pareció buena idea.

Me dirigía hacia la entrada cuando oí hablar a un hombre y una mujer, pero no distinguí sus voces. Iba a salir con total naturalidad de las ruinas cuando empezaron a discutir acaloradamente. Al momento sonaron un par de tiros y escuché la moto salir a toda velocidad.

Mi  instinto de médico me decía que si había alguien herido debía ayudar, pero al salir solo encontré un charco de sangre y un pañuelo.

Allí no había nadie...



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