domingo, 30 de agosto de 2020

María

Siempre que la recuerdo, la primera imagen que viene a mi mente es la de aquel día. 

Mi padre trabajaba en la estación de tren y yo pasaba los días enredando entre pasajeros, maletas y máquinas de vapor. Correteaba por la estación a mis doce para trece años, cuando vi a aquel ángel caído del cielo. Nunca me había fijado en las chicas, pero es que ella no era una chica normal.

Al verla, una de mis canicas cayó a sus pies, yo corrí a recogerla y sin poder dejar de mirar sus preciosos ojos castaños, tropecé, cayendo de bruces. La mirada de aquel ángel estaba perdida en sus recuerdos, hasta que el topetazo de mi frente en el suelo la devolvió a la realidad. Una sonrisilla asomó a sus labios al verme de aquella guisa, tirado en el suelo. Tomó la canica y me la tendió. La recogí y salí a toda prisa de allí, totalmente avergonzado. Una vez creía que ella ya no podría verme, me dediqué a observarla. Parecía inmensamente triste. Sus cabellos castaños, recogidos en un moño bajo, dejaban escapar unos mechones de pelo que enmarcaban sus ojos. Miraba al frente, pero yo estaba seguro de que su mente no estaba en aquella estación. Su cuerpo estaba allí, pero su alma vagaba en otros recuerdos y lugares.  

Pensaba que ella se iría en el siguiente tren, mas mi sorpresa fue mayúscula cuando vi que estaba esperando a un caballero. Una mezcla de sentimientos se agolparon en mi corazón. Estaba contento de que no se fuera, eso me daba esperanzas de volver a encontrarla, pero odiaba verla marchar agarrada de la mano de aquel hombre.

Al salir de la estación, un coche esperaba al hombre y a la muchacha. Yo conocía aquel coche. El conductor era el tío de uno de mis mejores amigos y trabajaba en casa de los marqueses. Entonces entendí que ella debía de ser la marquesita. Aquel fue el día en que me enamoré de ella y hoy la recuerdo sentado ante su tumba y la de nuestro hijo, que no llegó a nacer por culpa de aquel hombre que la llevaba de la mano.

Escribo esta carta, dirigida a nuestra hija mayor, para que sepa que sus padres lucharon por ella y por su hermano, pero el dinero y el odio pudieron más que el amor. Aquel hombre me arrebató a mi mujer embarazada y se llevó a la niña de mis ojos. Te entregaré esta carta cuando al fin te encuentre, nunca dejaré de buscarte.

Después de aquel día hice todo lo posible por entrar a trabajar en la casa de los marqueses y lo conseguí en las siguientes navidades. Trabajaba en lo que me mandasen, siempre callado, buen chico y ganándome la confianza de todos. Observaba a la niña de mis ojos en la distancia, mientras mi amor por ella se hacía más grande con el paso de los años. Con dieciséis años me convertí en el chófer del señor Marqués. El señor era un hombre despreciable, bebedor y mujeriego. Se decía que maltrataba a la marquesa por los moratones que ella intentaba tapar. Yo creo que le gustaba estar en mi compañía porque nunca le dirigía la palabra y jamás le miraba directamente a los ojos.

Así fue como conseguí hablar por primera vez con María. El Marqués me encargó llevarla a sus clases de piano, en la ciudad. María, su doncella de compañía y yo marchamos a media tarde. María entró con su doncella a las clases y a la salida, mientras la doncella se despedía de la profesora de piano, ella y yo conversamos durante unos minutos. 

Ese fue el día en que ella se enamoró de mí...

¿Queréis que continúe la historia? 



No hay comentarios:

Publicar un comentario