El silencio se había instalado en la habitación, era tan denso que María podía oír los débiles latidos del corazón de su tía. La respiración agitada recordaba la antigua tonada de los que estaban próximos a morir. María tenía todos sus sentidos en alerta, tal y como ella le enseñó.
«El día de mi muerte él rondará mi casa, el día de mi muerte él vendrá a buscarte, el día de mi muerte será el día en el que tendrás que luchar, mi pequeña niña».
Una niebla blanca comenzó a inundar la estancia, tocó los pies de María con su fría caricia, olía a ansiedad, a muerte y a venganza. Jacinta apretó con fuerza la mano de su sobrina y abriendo mucho los ojos pronunció aquella palabra en clave y exhaló profundamente el que fue su último aliento. La figura de un hombre se materializó en la habitación, era mucho más alto que María, de cabello rojo y unos ojos verdes, profundos y antiguos, como el musgo que crece en lugares sombríos.
—Al fin se ha muerto esa asquerosa arpía. —su voz sonó hueca y profunda. Alargó la mano intentando tocar a su hija.
María lo miró fijamente y en un rápido movimiento se apartó de él.
—¡Vete! ¡Márchate!
—Oh, no, no me voy a ir a ningún sitio sin ti. Tú vas a venir conmigo. He esperado mucho tiempo, hija mía.
—Ella me enseñó bien cómo tratarte, no eres tan poderoso como crees.
—Sí, ella te enseñó bien, pero también te dijo qué era lo que no debías hacer, y tú... —dijo sonriendo con los ojos puestos en su hija—. Tú no debías tener hijos, Jacinta tenía muchos defectos, pero me conocía muy muy bien. Tan bien que a veces hasta yo me sorprendo.
Era cierto, su tía la advirtió, le dijo que no debía tener hijos hasta haber librado la batalla con su padre, pero ella no la escuchó y se fue, y la dejó sola en aquel pueblo, y pensó que escaparía de todo aquel horror.
—Vendrás conmigo, oh, ya lo creo que vendrás.
Su padre alzó las manos y una niebla oscura emergió entre los dos. Allí estaba su pequeña, jugando en el parque, a su lado una mujer, muy cerca de su hija, tanto que prácticamente podía tocarla. María lloraba, paralizada por el miedo. Aquella mujer volvió la cara hacía ella con una sonrisa oscura como la muerte y aquellos ojos, aquellos ojos iguales a los de su padre.
—¡No la toques! —gritó llorando.
—Dime que vendrás conmigo, no quiero a esa estúpida niña para nada. Yo deseo que tú, mi hija, vuelvas conmigo. Dime que vendrás y la niña regresará a casa sana y salva.
—Iré, iré contigo, pero ahora déjala. —dijo en apenas un susurro, el miedo le había robado la voz.
Él hizo un gesto a la mujer y esta se desvaneció, dejando a la niña jugar tranquilamente en el parque.
Su padre alargó la mano hacía María. Cuando sus dedos estaban a punto de rozarse, Amalia irrumpió en la habitación, tomó a María bruscamente por la cintura. Él las miraba sorprendido y furioso.
—¡NO TE ATREVAS A HACERLO!
Pero Amalia ya había sacado el cuchillo y con un rápido movimiento cortó la palma de la mano de María. La sangre brotó goteando en el suelo de la habitación y él se desvaneció.
—¿Qué has hecho, Amalia? Ahora irá a por mi niña.
—No digas estupideces, niña. Acaso te has vuelto tonta de repente. ¿Jacinta no te enseñó nada? Él no puede hacer daño a tu hija, no puede tocarla, tu sangre corre por sus venas y eso la protege. No puede hacerle daño mientras tú no te sometas a él, en el momento en que te tenga la matará, a ella y a todos los que amas.
—¿Y ahora qué hago? ¿Cómo los protejo?
—Jacinta te enseñó la profecía, debías avanzar como ella te lo iba marcando, pero en el momento en que decidiste caminar tu propio camino, la profecía cambio. ¿Cuántas veces intentó mi amiga ponerse en contacto contigo? ¿Cuántas veces la rechazaste? Ahora, si quieres vivir y salvar a los tuyos, debes obedecer. El sacrificio será enorme, pero no existe otra solución. ¿Harás lo que yo te ordene?
—Lo haré —contestó María, consciente de su error.
—Tu sangre servirá para sellar tu juramento, yo no soy Jacinta, no te equivoques, yo no dudaré en matarte o entregarte a él si me desobedeces. No pondré en peligro a nadie por una niña caprichosa como tú. Tan solo te ayudaré por la promesa que le hice a mi amiga —contestó furiosa y con lágrimas en los ojos—. Ahora vamos, tenemos un largo camino por delante. Debemos ir al arroyo del molino gris. Allí te explicaré cuál es el plan. Por el camino deberás llamar a tu marido y le dirás que tienes que quedarte unos días más para organizar el entierro y todo el papeleo de la herencia. Él lo entenderá, no te preocupes, yo misma me he encargado de que así sea.
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