Sin embargo, algo en su vida había cambiado: hacía dos meses que su padre había decidido alquilar una de las habitaciones vacías. Desde entonces sus visitas nocturnas se habían espaciado. El muchacho al que le había alquilado la habitación era como un ángel: Limpio, de buenos modales y siempre tenía una sonrisa para ella. Le gustaba leer y se pasaban las horas hablando de los libros que ambos conocían. Poco a poco se dio cuenta de que algo iba naciendo entre los dos, ella al principio sentía rechazo cuando sus manos se rozaban o él se acercaba más de la cuenta. Él también sentía el frío que se instalaba en la habitación cuando su padre se sentaba cerca de ella y podía escuchar los pasos en la fría noche, una puerta que se abría en silencio y las lágrimas ahogadas en la almohada.
Llevaban un par de semanas yendo a leer al parque, siempre a escondidas de su padre. Si él se enterase de que sus conversaciones se daban fuera de los muros de la casa y en calidad de "amigos", a él le habría echado y ella hubiese pasado varios días en cama a causa de la paliza que le habría dado.
Esa tarde él se atrevió a preguntar y ella quiso responder. No hicieron falta promesas ni rechinar de dientes. Él la abrazó como nunca antes nadie la había abrazado. Sintió que el abrazo de un hombre también podía ser suave y le dio amor, amor del que inunda de una cálida luz todo tu interior y calma el alma. Algunos trocitos de su corazón destrozado se recompusieron con aquel abrazo.
Esa noche ella escuchó los pasos en el pasillo y la puerta que se abría, pero no era como otras noches, sentía que había algo extraño. Él le susurró que se vistiera. Ella obedeció y cogidos de la mano salieron del infierno. Les costó muchas lágrimas, conversaciones y abrazos, pero hubo un día en que pudo dormir sin frío y sin escudriñar el silencio de la noche.