miércoles, 12 de mayo de 2021

La protectora

    Suena el despertador y María camina hacia la ducha con el piloto automático modo On. Prepara los desayunos y, poco a poco, se va despertando. Los niños la besan, su marido la besa y suena el teléfono.

    —Cariño, coge tú. Yo tengo las manos sucias. ¿Quién será a estas horas de la mañana?  
   
  —Han colgado, era un número larguísimo. Sería algún comercial de telefonía —le dice su marido, gritando desde el salón.

    La pareja lleva a los niños al colegio y se despiden. Él va a la oficina y ella, que se ha quedado en paro recientemente, regresa a casa. Está pasando el aspirador cuando su pulsera de actividad le avisa de que está recibiendo una llamada al móvil. 

    —Otra vez ese número tan largo —María habla sola, siempre lo ha hecho, desde que era niña—. No contestes, María. ¡Pesados!

    Decide encender la tele un rato, la casa está como los chorros del oro y ella se merece un descanso. Hace zapping un rato, pero la caja tonta hace honor a su nombre y piensa que es mejor coger un libro. Se sienta, comienza a leer, y otra vez suena esa llamada tan exasperante.

    —¡¿Quién es?! —la contestación suena más brusca de lo que ella hubiera pretendido.

   —María, al fin, llevo llamándote toda la mañana. Estas modernidades y yo nunca nos llevaremos bien. Soy Amalia, hija perdona que no me he presentado, la vecina de tu tía abuela Jacinta. ¿Te acuerdas de mí? —María hace amago de contestar, pero no era una pregunta real, y Amalia sigue hablando—. Tu tía abuela está muy enferma, no le queda mucho y quiere que vengas, necesita que vengas.

    —Pero... —María no sabe que contestar y se hace un silencio incómodo que dura unos segundos.

   —No puedes negarte, no puedes huir. Eres lo que eres, y sabes que si no acudes a su llamada será mucho peor —Amalia ha cambiado el tono de voz y, aunque aún sigue siendo amable y cariñoso, ya no suena como una petición, sino como una orden.

    —Vale, está bien, me organizaré y mañana estaré allí —contesta y, sin esperar la respuesta de Amalia, cuelga el teléfono.

    Tira el teléfono con furia al suelo, pero antes de que se estrelle contra él, levanta una mano y el teléfono baja lentamente hasta posarse con delicadeza en la alfombra del salón. María llama a su marido y le explica la situación. Él, al principio, se sorprende, pero sabe que su tía abuela la crio cuando era una niña y su madre falleció.

    —Tengo unos días libres, los pediré para encargarme de los niños. No te preocupes. Te vendrá bien el aire puro y desconectar de nosotros.

    —No digas eso, yo no quiero desconectar de vosotros nunca. Gracias por todo, amor. Os voy a echar de menos.

    —Y nosotros a ti, venga organiza todo y no te preocupes.

    A la mañana siguiente, María está conversando con su hija pequeña antes de partir hacia el pueblo.

    —Mamá, la tía abuela es muy buena. Cuídala mucho, está muy enfermita.

    —Cariño, tú no conoces a la tía abuela —María tiembla y duda de miedo antes de preguntar— ¿Por qué dices que es muy buena?

    —Porque viene a verme en sueños de vez en cuando, esta noche ha estado conmigo.

    —Sí, cariño, es muy buena, la cuidaré —dice abrazando a su pequeña y conjurando una oración de protección mientras acaricia su cabello.

    El viaje de regreso a aquel pueblo perdido de la mano de Dios comienza y, mientras la música suena, María recuerda el día en que fue a vivir a casa de Jacinta tras la muerte de su madre.
    
    María tenía diez años cuando su madre murió. Su Tía abuela la trataba con mucho cariño, era el único familiar vivo que su mamá tenía, o eso le dijeron, y por eso se quedó con ella. Al cabo de unos meses la niña comenzó a tener pesadillas, soñaba con lugares escondidos en los bosques de la aldea, con seres extraños que querían hacerle daño a ella y a Jacinta. Su tía abuela acompañó todas y cada una de sus noches de pesadilla que duraron hasta que tuvo su primera sangre..., y entonces, fue cuando Jacinta le contó la verdad de su linaje, la verdad de quién era, y le confesó que no eran familia. Ella era la última descendiente de su línea materna y también le contó quién era su padre.

    Una llamada al móvil la saca de sus recuerdos y contesta por el manos libres.

    —Sí, ya estoy llegando —contesta, pero la llamada se corta.

    María aparca delante de la casa de Jacinta. Una casa antigua, de piedra, con la fachada cubierta de enredaderas verdes. Pasea sus manos por la piedra, y acaricia las verdes hojas que tiemblan en señal de bienvenida. Amalia la espera a los pies de la cama de la enferma. Acaricia la mano de María y sin decir nada más, las deja a solas.

    —Tía —susurra María al oído de la anciana que abre los ojos lentamente.

    —Mi niña preciosa, mi niña preciosa —contesta, mientras un mar de lágrimas ruedan por las bellas arrugas de su rostro.

    —Tranquila, ya estoy aquí —dice agarrando fuerte su mano.

    —Tengo que contarte algo, mi niña.

    —Lo sé, has estado visitando a mi pequeña en sueños —contesta enojada— Podrías haberla puesto en peligro, tía ¿no te das cuenta?

    —Yo no he visitado a tu pequeña —responde la anciana asustada y con apenas voz.

    —No me mientas, tía. Me estás asustando. 

    —De eso quería hablarte. Él sabe que me muero, ya no podré protegerte y ha regresado. Él está visitando a la pequeña. —Jacinta comienza a toser y un aire helado inunda la habitación. La anciana mira a María con los ojos cansados y pierde el conocimiento.

    María puede sentirlo, está allí con ella, pero mientras Jacinta esté viva él no podrá tocarla. 

    —Papá...





miércoles, 5 de mayo de 2021

Quinientas noches

Una pesadilla desvela la madrugada de una hermosa niña. Sus trenzas, húmedas por el sudor, se pegan a su cara adornada con un millón de pecas. Su amiga se acerca a ella en la oscuridad y, a tientas, busca su mano para agarrarla muy fuerte.

    —Ha estado aquí otra vez... Ha estado aquí otra vez... —murmura bajito, le tiembla la voz y en el tono de sus palabras se adivinan lágrimas.

    —Julia, aquí no hay nadie, tan solo nosotras y el resto de las compañeras del orfanato. Nadie puede entrar... y nadie puede salir.

    —Pero yo le veo, le siento, acaricia mi rostro y desenreda mis trenzas. ¡Toca! ¡Está deshecha! —dice llevando la mano de su amiga hacía su pelo.

    —La trenza se ha deshecho sola, Julia. ¿Cómo no iba a deshacerse con lo que te mueves y la sudada que llevas? Vuelve a dormir o harás que Sor Estela nos castigue. Yo estoy en la cama de al lado, tranquila. 

    Julia, un poco más tranquila, rehace su trenza con las manos aún temblorosas, acomoda su cabeza en la almohada y oye como su amiga canta una lenta canción. En unos pocos segundos, nota como su cuerpo se relaja y el sueño, esta vez tranquilo, la arropa y la guía hasta un lugar hermoso, donde los monstruos no existen.

    Su amiga deja de cantar, Julia no ha notado que en la melodía de su voz también había terror y lágrimas escondidas, muy muy escondidas. La niña cierra los ojos con rabia, agarra sus trenzas en un intento vano de que él pase de largo, pero no lo hará. Lo nota, su aliento frío congela todo su cuerpo y unas garras apartan su mano para desenredar su trenza, mientras le dice al oído: «un día gritarás, y ese día las dos dejaréis este lugar para volver a casa, a casa con papá. Ese día, ella conocerá la verdad y te odiará por mentirla... Un día».

    La niña tapa su cabeza con la almohada y ahoga en ella el grito que quema su garganta. Y llora, porque sabe que ese día llegará. Lo supo desde el mismo instante en que hizo el pacto con aquella bruja. Un pacto que borró la memoría de su hermana y las encerró en aquel lugar. La única condición que puso la hechicera fue que ella debía soportar aquellas visitas sin gritar. 

    Sin gritar se quedó dormida y viajó al sueño dónde Julia era feliz y allí jugaron como hermanas, su madre trenzaba sus dorados cabellos y él no existía. Él no existía. Y la experanza de conseguir no despertar del sueño feliz y quedarse allí para siempre inundaba a la niña de valentía. 

    Su hermana, Julia, siempre se despertaba antes que ella y cuando ya se había ido del sueño, su madre y ella lloraban abrazadas. «Solo quinientas noches más, cariño. Quinientas noches más y ya no os separaréis de mí», le decía su madre trenzando su pelo.





jueves, 15 de abril de 2021

Hilanderas de la Brisa

 Estoy sentada en la arena, con los ojos cerrados y la brisa acariciándome el cabello. 

    Con mis dedos enredados en cosquillas de arena y sal, me acuerdo de cuando mi abuela me contaba historias. Sonrío para adentro, sí para adentro, no sé si me explico..., las sonrisas para adentro son las sonrisas que hacen que tuerzas un poquito los labios y te calientan el alma..., seguro que sabéis de qué os hablo.

    Y me viene a la cabeza la historia de los susurros que recorren el mundo escondidos en el aire. Mi abuela decía que la magia ya no estaba presente en el mundo porque no nos paramos a escuchar, porque no miramos dentro de nosotros mismos y siempre tenemos ruidos en la cabeza. Un día caminaba con ella por esta misma playa y saqué mis auriculares para escuchar música, me llamó loca y no sé cuantas cosas más, hasta me arreó un guantazo. 

    —Nunca vuelvas a ponerte esos aparatos del demonio caminando al borde del mar —me dijo muy seria—. Siempre que pasees por esta playa debes escuchar el sonido de las olas, impregnarte del aroma a sal y sentarte a escuchar. 
    »Aunque tú no lo veas, existe un lugar en el que se escriben los susurros del aire, en el que las Hilanderas de la Brisa conectan los hilos que nos unen o nos separan. Ellas esconden historias que deben ser escuchadas, las esconden en las caricias de una brisa suave o en la bofetada de un huracán. 
    »Cuando era joven yo no creía en ese tipo de historias, y miraba a mi abuela de la misma manera en la que tú me estás mirando a mí, pero llegó el día en el que sentada aquí, en esta playa, cerré los ojos y escuché. Una brisa suave al principio, pero luego un viento helador me congeló la espalda. Abrí los ojos y era un precioso día de verano, aunque yo estaba tiritando de frío. Volví a cerrar mis ojos, y entonces escuché. Una hermosa voz me decía que debía ir a casa, que tu madre estaba en peligro.
    »Corrí y corrí como una loca y cuando entraba en la casa vi como los piececitos de mi pequeña caminaban hacía el borde de la piscina. Grité y corrí, pero mi pequeña cayó al agua. Tú no estarías viva si yo no hubiera escuchado el mensaje de las Hilanderas de la Brisa.
    Así que cada vez que paseo por esta playa, me siento y escucho, unos días no dicen nada y otros me cuentan historias. Hoy me han recordado esta, quizá sea porque mi abuela está con ellas, ahora mismo, hilando brisas.