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Soy Elisa, no diré mi apellido porque no sé si ellos aún me andan buscando, y ustedes no sabrán si es mi nombre real, ya que hasta yo tengo dudas de ello. Estoy en protección de testigos, aunque sé que con mis perseguidores no hay protección de testigos que valga, mi protección soy yo en mí misma. No tengo muy claro por qué no pudo hacerme daño aquella noche ni las noches posteriores en que lo intentó, pero estoy viva y voy a contar lo que sucedió, empezando por la madrugada en que todo comenzó.
En el lugar en que nací se notaba frío al anochecer durante todos los meses del año y la cercanía del mar hacía que un poco de él se colase en el ambiente, dotando al aire de una humedad pegajosa. Aquella era una noche de verano, de finales de junio para ser exactos, así que aún no hacía demasiado calor por el día y la madrugada era fría. Me acababa de mudar a mi primer apartamento sola. Vivía en un pequeño pueblecito, llevaba un par de años trabajando (y ahorrando) y podía permitírmelo por primera vez en mi vida. ¡Ah! También hacía poco que lo había dejado con mi novio de toda la vida y había descubierto cosas de mi familia que hacían que me replantease mi futuro más inmediato. Vamos, que mi mundo estaba patas arriba.
Mi vecino era un tipo muy guapo y encantador, nada que ver con mi antiguo novio, yo era una pardilla, no quería nada serio y él tampoco. Se me caía la baba cada vez que lo veía, así que una cosa llevó a la otra y terminamos enrollándonos. Una de las noches que me quedé a dormir en su casa me desperté sobresaltada y no era para menos. Mi vecino estaba sentado encima de mí, sus ojos eran rojos y fuera lo que fuera lo que pensaba hacerme, no pintaba nada bien. Intenté gritar con todas mis fuerzas, ningún sonido salía de mi garganta, forcejeé, pataleé, pero él tenía una fuerza sobrehumana, aunque por alguna extraña razón me soltó, sus ojos volvieron a ser normales, paseó su mano por mi pelo susurrando un: «lástima, me gustabas demasiado, ahora tendrás que ir con las demás», y me dormí al instante. Al día siguiente desperté en mi cama con una nota de mi vecino en mi mesilla que decía que la noche anterior había bebido demasiado y que me había traído a casa.
Intenté hablar con él sobre lo sucedido y me explicó que nada de lo que yo recordaba había ocurrido, que seguramente había tenido una pesadilla. Nunca volvió a quedar conmigo, es más, si me veía se cambiaba de acera. Pero a partir de aquella noche mi percepción de la vida cambió. Comencé a ver aquellos ojos en más personas a mi alrededor: en el vecino que en la cola del supermercado me miraba de soslayo, en mi hermano si alguna vez me cruzaba con él, en el compañero de trabajo que me traía un café sin yo pedirlo…
Y comencé a atar cabos sobre aquella chica que pensaba estudiar fuera al acabar bachillerato y desapareció cuando yo estaba en el último año del instituto; en una medio novia de mi hermano que también desapareció; en la ex del veterinario… ¿Por qué nunca había pensado demasiado en ellas? Bueno, quizás sí lo había hecho, pero no de aquella manera. No de una forma tan fuerte y constante. En el lugar en el que nací, de vez en cuando una mujer desaparecía, se la buscaba, se la lloraba y pasados unos días se actuaba como si no hubiera existido jamás.
En algo tenía razón Israel, mi vecino. Aquella noche había despertado de una pesadilla, pero solo para comenzar otra aún mayor.