lunes, 2 de agosto de 2021

Regreso

 Camino a través de los árboles, las piedras del camino conversan con presencias escondidas en el silencio, con el silbido del viento acariciando las hojas y con el canto de algún ave. Estoy agotada, mis pies apenas se arrastran cuando al fin diviso la hermosa cabaña que me vio nacer. Allí, en la puerta me espera, me mira con sus hermosos ojos grises mientras trenza su cabello que el tiempo pintó de blanco. Llego hasta ella y me derrumbo en un pequeño banco de madera, me escondo en su regazo y lloro, mientras ella acaricia mi piel en silencio.

Abro mis ojos y no sé cómo, pero estoy en mi antigua cama, arropada, caliente y segura. 

—Bebe, cielo, la infusión está en la mesilla. 

Una sensación hermosa recorre mi cuerpo cuando oigo la voz de mi madre. No noto reproche, no noto enfado, aunque sí miedo y un poco de tristeza. Bebo de la taza humeante, el líquido está en su punto justo, mi mente escapa a momentos perdidos de mi infancia, en los que me preguntaba cómo mi madre podía hacer todo lo que hacía. El desayuno siempre me esperaba recién hecho en la mesa; si me dolía algo, ella lo sabía un segundo antes que yo; si la tormenta intentaba asustarnos en un día de verano, ella nos resguardaba en casa y sonreía cuando los rayos furiosos entendían que no podían dañarnos; si los señores oscuros pasaban por el sendero cercano a nuestro hogar, una niebla fina nos ocultaba y los veíamos pasar, pero ellos no podían encontrarnos... No podían encontrarnos, quizá ahora si puedan.

—Siempre has temido demasiado al futuro y has añorado el pasado, mi niña, esa ha sido siempre tu debilidad. Debes vivir el ahora, porque es lo único que tienes. Ahora —dice enfatizando la palabra—, ahora debemos prepararnos para lo que vendrá.
—Lo siento.
—No lo sientas, hace tiempo que te perdoné. Supe de ti y vigilé tus pasos, vi que eras feliz sin mí y con los años entendí que yo fui la causante de tu huida. No me sinceré contigo, te oculté, te protegí..., y terminé siendo tu carcelera. —Se le rompe la voz y ahora soy yo la que consuela su llanto, un llanto que me desgarra el alma y duele como fuego en mis entrañas.
—Mamá, entiendo, ahora entiendo —contesto llevando la mano a mi vientre, el llanto cesa y una sonrisa asustada ilumina nuestros rostros.
—¿Cómo es posible que no lo haya intuido? ¿Por qué?

Voy a contestar, mas el bello rostro de mi madre se crispa en una mueca de terror.

—Él es el padre. Él —se contesta a sí misma en un susurro.

Asiento, avergonzada, asqueada y muerta de miedo, estoy a punto de decir algo cuando un viento helado se cuela por la ventana. Corremos fuera, la niebla protectora ya está haciendo su trabajo y unos jinetes oscuros merodean, vigilando, husmeando como lobos buscando a su presa. Uno de ellos fija su mirada en nosotras, en mis ojos... Él, sus tiernos ojos, su boca, su pelo que tantas veces acaricié, tentada estoy de salir corriendo para perderme en sus brazos, pero mi madre toma mi mano y recuerdo las cadenas, la sangre y el dolor. Sacudo la cabeza confundida y me pregunto si las caricias existieron o si solo fue otro más de sus engaños.

—Ya se han ido, esta vez no nos han encontrado, pero él no se rendirá. ¿Sabe que estás embarazada?
—Sí, no... No lo sé mi mente está confusa, no consigo recordar cómo me llevó a su palacio. En mis recuerdos se mezclan escenas de amor con otras de sangre y dolor. Ni siquiera sé cómo logré llegar al sendero de regreso a casa.
—Debo hacerte recordar, aunque yo sola no puedo enfrentarme a lo que vendrá. Tengo que invocar a nuestras iguales, nuestras compañeras. Te debo una explicación y será larga, prepararé un poco de té.

Mi madre pasó muchas horas contándome lo que somos, lo que soy, lo que Él es... 

Ahora estamos caminando por nuestro bosque, las ramas de los árboles se van abriendo y cerrando a nuestro paso, los animales custodian nuestro camino. Llegamos a la aldea escondida de nuestros antepasados y las mujeres del bosque nos rodean hasta que yo cierro mis ojos, mi madre me acaricia y quedo atrapada en sueño dulce y blanco.





 


martes, 29 de junio de 2021

Sueños enredados

 Una anciana trenza su blanco cabello y sentada al calor de la lumbre espera. Esperando recuerda su ya larga vida, enredada como su trenza. Recuerda que, en ocasiones, la vida se le hizo demasiado grande. Recuerda los llantos, las frustraciones, las sonrisas, las caricias... Y mirando atrás en el tiempo, piensa que no borraría ninguna de las huellas que la hicieron llegar hasta ese preciso momento.

Revisa su gran estantería de libros, su casa es humilde y sus libros son su mayor riqueza. Sus piernas se quejan al levantar el peso de su pequeño cuerpo y roza con sus dedos el lomo de sus novelas. Camina hacía un pequeño escritorio, allí está su último manuscrito, aún sin terminar. Los capítulos finales siempre han sido especialmente difíciles para ella. Esta vez es diferente, sabe que esa será la historia con la que su vida acabe, la muerte ronda en las esquinas, en las sombras de la noche y se pasea por su piel, inundando con su presencia todo su cuerpo. 

Escribe durante todo el día, las horas pasan rápido, el hambre no se atreve a molestar a la inspiración y la anciana, mirando a la protagonista de su historia, observa como la tinta crea vida en la hoja en blanco. 

Anochece, ha puesto el punto final a su novela y alguien abre la puerta de la calle. Su preciosa hija, tan parecida a ella, la saluda.

—Mamá, deberías estar descansando. La comida está sin tocar, seguro que te has pasado todo el día escribiendo —le dice acariciando con dulzura su cabello.

—¿Qué tal tu día? —contesta la madre, sin prestar atención a la regañina.

—Bien —sonríe caminando hacia el escritorio—, ¿ahora ya puedo leerlo?

—Sí, ahora, sí. 

—¿Y me dejarás publicar tus novelas? Sabes que en la editorial están deseando hacerlo, no entienden por qué nunca has querido mostrarte. Eres realmente buena, mamá.

—No lo sé, cariño. Supongo que fue por miedo, cobardía... Disfrutaba escribiendo, enseñando mis historias a poquitas personas, pero no me atreví nunca a que mi pasión se viera juzgada por extraños. Quizás fue un error, no lo sé y ya no lo sabré nunca, porque mis historias no deben ver la luz hasta mi muerte.

—Ay, mamá. Siempre me dices que persiga mis sueños y tú has estado reprimiendo los tuyos toda tu vida.

En la mirada de la anciana asoma un poco de tristeza, su hija se da cuenta e inmediatamente se arrepiente de sus palabras. Camina hacía ella, la abraza y la cubre de besos.

—No me hagas caso, mamá. Soy una estúpida, tus motivos son tus motivos, y yo no soy quien para juzgarte. Ahora descansa un poco mientras yo preparo la cena. 

La anciana cierra los ojos, acomodada en su sillón. Su hija camina hacia la cocina conteniendo el mar de lágrimas que se agolpan en sus ojos. Un escalofrío recorre su espalda y la sombra de la muerte retira de su rostro una lágrima. 



lunes, 7 de junio de 2021

El farero

—¿Quién va? —pregunta el farero después de oír unos golpes en la puerta.

—¿Quién va? —repite y escucha. 

Silencio, susurros de aire con aroma a sal se cuelan por las rendijas de la puerta, silbando en su extraño idioma, contando secretos, mentiras y leyendas que nadie logra descifrar.

—¡Estos críos, un día me voy a cansar de sus bromas y se van a enterar!

El farero camina despacio, sus piernas ya no son jóvenes, enciende la lumbre y calienta un poco de leche antes de volver a la cama. La taza humea en las manos marcadas por el tiempo, sus ojos se pierden en la oscuridad de la noche mientras observa las olas ondeantes a través de una minúscula ventana. 

TOC, TOC, TOC, esta  vez los golpes son tan fuertes que el anciano derrama un poco de la leche.

—¡Malditos críos! ¡Os advierto que saldré con la escopeta! —grita sin mucha convicción, el miedo está empezando a cosquillear en su mente.

Se asoma al ventanuco y ve como una terrible tormenta se acerca a la costa. En la tormenta un barco es sacudido aquí y allá. Movido por las manos de un gigante sin conciencia. El farero se frota los ojos y vuelve a mirar al mar, allí no hay nada. Calma, espuma y luna llena.

TOC, TOC, TOC.

Esta vez el anciano calla, se acerca a la alacena y saca un crucifijo que se cuelga al cuello, un pequeño frasco de agua bendita que derrama en el suelo creando un círculo a su alrededor. Una respiración al otro lado de la puerta y una garras que arañan furiosas. El sonido del viento entrometido que se introduce por cualquier resquicio le dice que algo terrible acecha tras la puerta. El frío, terrible, silencioso le cala los huesos y el sueño vence al farero.

TOC, TOC, TOC.

Las luces del alba despiertan al anciano tendido en el suelo, sus manos están aferradas al crucifijo y los huesos doloridos gritan al incorporarse.

—Martín, Martín. Despierta gandul.

El farero abre la puerta y la hija del molinero aparece sonriente en la puerta de la casa.

—Martín, ¿se te han pegado las sábanas? Uy, que mala cara tienes. ¿Estás enfermo? —comenta preocupada—. Te traigo el grano que le pediste a mi padre.

—Estoy bien querida, los años no pasan en balde y he dormido regular —comenta, escondiendo el crucifijo que lleva al cuello.

—Si no necesitas más, me voy que tengo que entregar más pedidos. Por cierto, deberías arreglar la puerta de la entrada, está llena de marcas. 

El farero asiente sonriendo, despide a la muchacha que se aleja inocente. 

Esa noche el farero esperará sentado en el suelo, el crucifijo al cuello y dentro del círculo de agua bendita. La puerta abierta de par en par y la oscuridad avanzando...