lunes, 7 de junio de 2021

El farero

—¿Quién va? —pregunta el farero después de oír unos golpes en la puerta.

—¿Quién va? —repite y escucha. 

Silencio, susurros de aire con aroma a sal se cuelan por las rendijas de la puerta, silbando en su extraño idioma, contando secretos, mentiras y leyendas que nadie logra descifrar.

—¡Estos críos, un día me voy a cansar de sus bromas y se van a enterar!

El farero camina despacio, sus piernas ya no son jóvenes, enciende la lumbre y calienta un poco de leche antes de volver a la cama. La taza humea en las manos marcadas por el tiempo, sus ojos se pierden en la oscuridad de la noche mientras observa las olas ondeantes a través de una minúscula ventana. 

TOC, TOC, TOC, esta  vez los golpes son tan fuertes que el anciano derrama un poco de la leche.

—¡Malditos críos! ¡Os advierto que saldré con la escopeta! —grita sin mucha convicción, el miedo está empezando a cosquillear en su mente.

Se asoma al ventanuco y ve como una terrible tormenta se acerca a la costa. En la tormenta un barco es sacudido aquí y allá. Movido por las manos de un gigante sin conciencia. El farero se frota los ojos y vuelve a mirar al mar, allí no hay nada. Calma, espuma y luna llena.

TOC, TOC, TOC.

Esta vez el anciano calla, se acerca a la alacena y saca un crucifijo que se cuelga al cuello, un pequeño frasco de agua bendita que derrama en el suelo creando un círculo a su alrededor. Una respiración al otro lado de la puerta y una garras que arañan furiosas. El sonido del viento entrometido que se introduce por cualquier resquicio le dice que algo terrible acecha tras la puerta. El frío, terrible, silencioso le cala los huesos y el sueño vence al farero.

TOC, TOC, TOC.

Las luces del alba despiertan al anciano tendido en el suelo, sus manos están aferradas al crucifijo y los huesos doloridos gritan al incorporarse.

—Martín, Martín. Despierta gandul.

El farero abre la puerta y la hija del molinero aparece sonriente en la puerta de la casa.

—Martín, ¿se te han pegado las sábanas? Uy, que mala cara tienes. ¿Estás enfermo? —comenta preocupada—. Te traigo el grano que le pediste a mi padre.

—Estoy bien querida, los años no pasan en balde y he dormido regular —comenta, escondiendo el crucifijo que lleva al cuello.

—Si no necesitas más, me voy que tengo que entregar más pedidos. Por cierto, deberías arreglar la puerta de la entrada, está llena de marcas. 

El farero asiente sonriendo, despide a la muchacha que se aleja inocente. 

Esa noche el farero esperará sentado en el suelo, el crucifijo al cuello y dentro del círculo de agua bendita. La puerta abierta de par en par y la oscuridad avanzando... 






lunes, 24 de mayo de 2021

La protectora (2ª parte)

 El silencio se había instalado en la habitación, era tan denso que María podía oír los débiles latidos del corazón de su tía. La respiración agitada recordaba la antigua tonada de los que estaban próximos a morir. María tenía todos sus sentidos en alerta, tal y como ella le enseñó. 

    «El día de mi muerte él rondará mi casa, el día de mi muerte él vendrá a buscarte, el día de mi muerte será el día en el que tendrás que luchar, mi pequeña niña». 

    Una niebla blanca comenzó a inundar la estancia, tocó los pies de María con su fría caricia, olía a ansiedad, a muerte y a venganza. Jacinta apretó con fuerza la mano de su sobrina y abriendo mucho los ojos pronunció aquella palabra en clave y exhaló profundamente el que fue su último aliento. La figura de un hombre se materializó en la habitación, era mucho más alto que María, de cabello rojo y unos ojos verdes, profundos y antiguos, como el musgo que crece en lugares sombríos. 

    —Al fin se ha muerto esa asquerosa arpía. —su voz sonó hueca y profunda. Alargó la mano intentando tocar a su hija.
    
    María lo miró fijamente y en un rápido movimiento se apartó de él.

    —¡Vete! ¡Márchate!
    —Oh, no, no me voy a ir a ningún sitio sin ti. Tú vas a venir conmigo. He esperado mucho tiempo, hija mía. 
    —Ella me enseñó bien cómo tratarte, no eres tan poderoso como crees. 
    —Sí, ella te enseñó bien, pero también te dijo qué era lo que no debías hacer, y tú... —dijo sonriendo con los ojos puestos en su hija—. Tú no debías tener hijos, Jacinta tenía muchos defectos, pero me conocía muy muy bien. Tan bien que a veces hasta yo me sorprendo.

    Era cierto, su tía la advirtió, le dijo que no debía tener hijos hasta haber librado la batalla con su padre, pero ella no la escuchó y se fue, y la dejó sola en aquel pueblo, y pensó que escaparía de todo aquel horror.

    —Vendrás conmigo, oh, ya lo creo que vendrás.

    Su padre alzó las manos y una niebla oscura emergió entre los dos. Allí estaba su pequeña, jugando en el parque, a su lado una mujer, muy cerca de su hija, tanto que prácticamente podía tocarla. María lloraba, paralizada por el miedo. Aquella mujer volvió la cara hacía ella con una sonrisa oscura como la muerte y aquellos ojos, aquellos ojos iguales a los de su padre.

    —¡No la toques! —gritó llorando.
    —Dime que vendrás conmigo, no quiero a esa estúpida niña para nada. Yo deseo que tú, mi hija, vuelvas conmigo. Dime que vendrás y la niña regresará a casa sana y salva.
    —Iré, iré contigo, pero ahora déjala. —dijo en apenas un susurro, el miedo le había robado la voz.

    Él hizo un gesto a la mujer y esta se desvaneció, dejando a la niña jugar tranquilamente en el parque.

    Su padre alargó la mano hacía María. Cuando sus dedos estaban a punto de rozarse, Amalia irrumpió en la habitación, tomó a María bruscamente por la cintura. Él las miraba sorprendido y furioso.

    —¡NO TE ATREVAS A HACERLO! 

    Pero Amalia ya había sacado el cuchillo y con un rápido movimiento cortó la palma de la mano de María. La sangre brotó goteando en el suelo de la habitación y él se desvaneció.

    —¿Qué has hecho, Amalia? Ahora irá a por mi niña.
    —No digas estupideces, niña. Acaso te has vuelto tonta de repente. ¿Jacinta no te enseñó nada? Él no puede hacer daño a tu hija, no puede tocarla, tu sangre corre por sus venas y eso la protege. No puede hacerle daño mientras tú no te sometas a él, en el momento en que te tenga la matará, a ella y a todos los que amas.
    —¿Y ahora qué hago? ¿Cómo los protejo?
    —Jacinta te enseñó la profecía, debías avanzar como ella te lo iba marcando, pero en el momento en que decidiste caminar tu propio camino, la profecía cambio. ¿Cuántas veces intentó mi amiga ponerse en contacto contigo? ¿Cuántas veces la rechazaste? Ahora, si quieres vivir y salvar a los tuyos, debes obedecer. El sacrificio será enorme, pero no existe otra solución. ¿Harás lo que yo te ordene?
    —Lo haré —contestó María, consciente de su error.
    —Tu sangre servirá para sellar tu juramento, yo no soy Jacinta, no te equivoques, yo no dudaré en matarte o entregarte a él si me desobedeces. No pondré en peligro a nadie por una niña caprichosa como tú. Tan solo te ayudaré por la promesa que le hice a mi amiga —contestó furiosa y con lágrimas en los ojos—. Ahora vamos, tenemos un largo camino por delante. Debemos ir al arroyo del molino gris. Allí te explicaré cuál es el plan. Por el camino deberás llamar a tu marido y le dirás que tienes que quedarte unos días más para organizar el entierro y todo el papeleo de la herencia. Él lo entenderá, no te preocupes, yo misma me he encargado de que así sea.



miércoles, 12 de mayo de 2021

La protectora

    Suena el despertador y María camina hacia la ducha con el piloto automático modo On. Prepara los desayunos y, poco a poco, se va despertando. Los niños la besan, su marido la besa y suena el teléfono.

    —Cariño, coge tú. Yo tengo las manos sucias. ¿Quién será a estas horas de la mañana?  
   
  —Han colgado, era un número larguísimo. Sería algún comercial de telefonía —le dice su marido, gritando desde el salón.

    La pareja lleva a los niños al colegio y se despiden. Él va a la oficina y ella, que se ha quedado en paro recientemente, regresa a casa. Está pasando el aspirador cuando su pulsera de actividad le avisa de que está recibiendo una llamada al móvil. 

    —Otra vez ese número tan largo —María habla sola, siempre lo ha hecho, desde que era niña—. No contestes, María. ¡Pesados!

    Decide encender la tele un rato, la casa está como los chorros del oro y ella se merece un descanso. Hace zapping un rato, pero la caja tonta hace honor a su nombre y piensa que es mejor coger un libro. Se sienta, comienza a leer, y otra vez suena esa llamada tan exasperante.

    —¡¿Quién es?! —la contestación suena más brusca de lo que ella hubiera pretendido.

   —María, al fin, llevo llamándote toda la mañana. Estas modernidades y yo nunca nos llevaremos bien. Soy Amalia, hija perdona que no me he presentado, la vecina de tu tía abuela Jacinta. ¿Te acuerdas de mí? —María hace amago de contestar, pero no era una pregunta real, y Amalia sigue hablando—. Tu tía abuela está muy enferma, no le queda mucho y quiere que vengas, necesita que vengas.

    —Pero... —María no sabe que contestar y se hace un silencio incómodo que dura unos segundos.

   —No puedes negarte, no puedes huir. Eres lo que eres, y sabes que si no acudes a su llamada será mucho peor —Amalia ha cambiado el tono de voz y, aunque aún sigue siendo amable y cariñoso, ya no suena como una petición, sino como una orden.

    —Vale, está bien, me organizaré y mañana estaré allí —contesta y, sin esperar la respuesta de Amalia, cuelga el teléfono.

    Tira el teléfono con furia al suelo, pero antes de que se estrelle contra él, levanta una mano y el teléfono baja lentamente hasta posarse con delicadeza en la alfombra del salón. María llama a su marido y le explica la situación. Él, al principio, se sorprende, pero sabe que su tía abuela la crio cuando era una niña y su madre falleció.

    —Tengo unos días libres, los pediré para encargarme de los niños. No te preocupes. Te vendrá bien el aire puro y desconectar de nosotros.

    —No digas eso, yo no quiero desconectar de vosotros nunca. Gracias por todo, amor. Os voy a echar de menos.

    —Y nosotros a ti, venga organiza todo y no te preocupes.

    A la mañana siguiente, María está conversando con su hija pequeña antes de partir hacia el pueblo.

    —Mamá, la tía abuela es muy buena. Cuídala mucho, está muy enfermita.

    —Cariño, tú no conoces a la tía abuela —María tiembla y duda de miedo antes de preguntar— ¿Por qué dices que es muy buena?

    —Porque viene a verme en sueños de vez en cuando, esta noche ha estado conmigo.

    —Sí, cariño, es muy buena, la cuidaré —dice abrazando a su pequeña y conjurando una oración de protección mientras acaricia su cabello.

    El viaje de regreso a aquel pueblo perdido de la mano de Dios comienza y, mientras la música suena, María recuerda el día en que fue a vivir a casa de Jacinta tras la muerte de su madre.
    
    María tenía diez años cuando su madre murió. Su Tía abuela la trataba con mucho cariño, era el único familiar vivo que su mamá tenía, o eso le dijeron, y por eso se quedó con ella. Al cabo de unos meses la niña comenzó a tener pesadillas, soñaba con lugares escondidos en los bosques de la aldea, con seres extraños que querían hacerle daño a ella y a Jacinta. Su tía abuela acompañó todas y cada una de sus noches de pesadilla que duraron hasta que tuvo su primera sangre..., y entonces, fue cuando Jacinta le contó la verdad de su linaje, la verdad de quién era, y le confesó que no eran familia. Ella era la última descendiente de su línea materna y también le contó quién era su padre.

    Una llamada al móvil la saca de sus recuerdos y contesta por el manos libres.

    —Sí, ya estoy llegando —contesta, pero la llamada se corta.

    María aparca delante de la casa de Jacinta. Una casa antigua, de piedra, con la fachada cubierta de enredaderas verdes. Pasea sus manos por la piedra, y acaricia las verdes hojas que tiemblan en señal de bienvenida. Amalia la espera a los pies de la cama de la enferma. Acaricia la mano de María y sin decir nada más, las deja a solas.

    —Tía —susurra María al oído de la anciana que abre los ojos lentamente.

    —Mi niña preciosa, mi niña preciosa —contesta, mientras un mar de lágrimas ruedan por las bellas arrugas de su rostro.

    —Tranquila, ya estoy aquí —dice agarrando fuerte su mano.

    —Tengo que contarte algo, mi niña.

    —Lo sé, has estado visitando a mi pequeña en sueños —contesta enojada— Podrías haberla puesto en peligro, tía ¿no te das cuenta?

    —Yo no he visitado a tu pequeña —responde la anciana asustada y con apenas voz.

    —No me mientas, tía. Me estás asustando. 

    —De eso quería hablarte. Él sabe que me muero, ya no podré protegerte y ha regresado. Él está visitando a la pequeña. —Jacinta comienza a toser y un aire helado inunda la habitación. La anciana mira a María con los ojos cansados y pierde el conocimiento.

    María puede sentirlo, está allí con ella, pero mientras Jacinta esté viva él no podrá tocarla. 

    —Papá...