martes, 29 de junio de 2021

Sueños enredados

 Una anciana trenza su blanco cabello y sentada al calor de la lumbre espera. Esperando recuerda su ya larga vida, enredada como su trenza. Recuerda que, en ocasiones, la vida se le hizo demasiado grande. Recuerda los llantos, las frustraciones, las sonrisas, las caricias... Y mirando atrás en el tiempo, piensa que no borraría ninguna de las huellas que la hicieron llegar hasta ese preciso momento.

Revisa su gran estantería de libros, su casa es humilde y sus libros son su mayor riqueza. Sus piernas se quejan al levantar el peso de su pequeño cuerpo y roza con sus dedos el lomo de sus novelas. Camina hacía un pequeño escritorio, allí está su último manuscrito, aún sin terminar. Los capítulos finales siempre han sido especialmente difíciles para ella. Esta vez es diferente, sabe que esa será la historia con la que su vida acabe, la muerte ronda en las esquinas, en las sombras de la noche y se pasea por su piel, inundando con su presencia todo su cuerpo. 

Escribe durante todo el día, las horas pasan rápido, el hambre no se atreve a molestar a la inspiración y la anciana, mirando a la protagonista de su historia, observa como la tinta crea vida en la hoja en blanco. 

Anochece, ha puesto el punto final a su novela y alguien abre la puerta de la calle. Su preciosa hija, tan parecida a ella, la saluda.

—Mamá, deberías estar descansando. La comida está sin tocar, seguro que te has pasado todo el día escribiendo —le dice acariciando con dulzura su cabello.

—¿Qué tal tu día? —contesta la madre, sin prestar atención a la regañina.

—Bien —sonríe caminando hacia el escritorio—, ¿ahora ya puedo leerlo?

—Sí, ahora, sí. 

—¿Y me dejarás publicar tus novelas? Sabes que en la editorial están deseando hacerlo, no entienden por qué nunca has querido mostrarte. Eres realmente buena, mamá.

—No lo sé, cariño. Supongo que fue por miedo, cobardía... Disfrutaba escribiendo, enseñando mis historias a poquitas personas, pero no me atreví nunca a que mi pasión se viera juzgada por extraños. Quizás fue un error, no lo sé y ya no lo sabré nunca, porque mis historias no deben ver la luz hasta mi muerte.

—Ay, mamá. Siempre me dices que persiga mis sueños y tú has estado reprimiendo los tuyos toda tu vida.

En la mirada de la anciana asoma un poco de tristeza, su hija se da cuenta e inmediatamente se arrepiente de sus palabras. Camina hacía ella, la abraza y la cubre de besos.

—No me hagas caso, mamá. Soy una estúpida, tus motivos son tus motivos, y yo no soy quien para juzgarte. Ahora descansa un poco mientras yo preparo la cena. 

La anciana cierra los ojos, acomodada en su sillón. Su hija camina hacia la cocina conteniendo el mar de lágrimas que se agolpan en sus ojos. Un escalofrío recorre su espalda y la sombra de la muerte retira de su rostro una lágrima. 



lunes, 7 de junio de 2021

El farero

—¿Quién va? —pregunta el farero después de oír unos golpes en la puerta.

—¿Quién va? —repite y escucha. 

Silencio, susurros de aire con aroma a sal se cuelan por las rendijas de la puerta, silbando en su extraño idioma, contando secretos, mentiras y leyendas que nadie logra descifrar.

—¡Estos críos, un día me voy a cansar de sus bromas y se van a enterar!

El farero camina despacio, sus piernas ya no son jóvenes, enciende la lumbre y calienta un poco de leche antes de volver a la cama. La taza humea en las manos marcadas por el tiempo, sus ojos se pierden en la oscuridad de la noche mientras observa las olas ondeantes a través de una minúscula ventana. 

TOC, TOC, TOC, esta  vez los golpes son tan fuertes que el anciano derrama un poco de la leche.

—¡Malditos críos! ¡Os advierto que saldré con la escopeta! —grita sin mucha convicción, el miedo está empezando a cosquillear en su mente.

Se asoma al ventanuco y ve como una terrible tormenta se acerca a la costa. En la tormenta un barco es sacudido aquí y allá. Movido por las manos de un gigante sin conciencia. El farero se frota los ojos y vuelve a mirar al mar, allí no hay nada. Calma, espuma y luna llena.

TOC, TOC, TOC.

Esta vez el anciano calla, se acerca a la alacena y saca un crucifijo que se cuelga al cuello, un pequeño frasco de agua bendita que derrama en el suelo creando un círculo a su alrededor. Una respiración al otro lado de la puerta y una garras que arañan furiosas. El sonido del viento entrometido que se introduce por cualquier resquicio le dice que algo terrible acecha tras la puerta. El frío, terrible, silencioso le cala los huesos y el sueño vence al farero.

TOC, TOC, TOC.

Las luces del alba despiertan al anciano tendido en el suelo, sus manos están aferradas al crucifijo y los huesos doloridos gritan al incorporarse.

—Martín, Martín. Despierta gandul.

El farero abre la puerta y la hija del molinero aparece sonriente en la puerta de la casa.

—Martín, ¿se te han pegado las sábanas? Uy, que mala cara tienes. ¿Estás enfermo? —comenta preocupada—. Te traigo el grano que le pediste a mi padre.

—Estoy bien querida, los años no pasan en balde y he dormido regular —comenta, escondiendo el crucifijo que lleva al cuello.

—Si no necesitas más, me voy que tengo que entregar más pedidos. Por cierto, deberías arreglar la puerta de la entrada, está llena de marcas. 

El farero asiente sonriendo, despide a la muchacha que se aleja inocente. 

Esa noche el farero esperará sentado en el suelo, el crucifijo al cuello y dentro del círculo de agua bendita. La puerta abierta de par en par y la oscuridad avanzando... 






lunes, 24 de mayo de 2021

La protectora (2ª parte)

 El silencio se había instalado en la habitación, era tan denso que María podía oír los débiles latidos del corazón de su tía. La respiración agitada recordaba la antigua tonada de los que estaban próximos a morir. María tenía todos sus sentidos en alerta, tal y como ella le enseñó. 

    «El día de mi muerte él rondará mi casa, el día de mi muerte él vendrá a buscarte, el día de mi muerte será el día en el que tendrás que luchar, mi pequeña niña». 

    Una niebla blanca comenzó a inundar la estancia, tocó los pies de María con su fría caricia, olía a ansiedad, a muerte y a venganza. Jacinta apretó con fuerza la mano de su sobrina y abriendo mucho los ojos pronunció aquella palabra en clave y exhaló profundamente el que fue su último aliento. La figura de un hombre se materializó en la habitación, era mucho más alto que María, de cabello rojo y unos ojos verdes, profundos y antiguos, como el musgo que crece en lugares sombríos. 

    —Al fin se ha muerto esa asquerosa arpía. —su voz sonó hueca y profunda. Alargó la mano intentando tocar a su hija.
    
    María lo miró fijamente y en un rápido movimiento se apartó de él.

    —¡Vete! ¡Márchate!
    —Oh, no, no me voy a ir a ningún sitio sin ti. Tú vas a venir conmigo. He esperado mucho tiempo, hija mía. 
    —Ella me enseñó bien cómo tratarte, no eres tan poderoso como crees. 
    —Sí, ella te enseñó bien, pero también te dijo qué era lo que no debías hacer, y tú... —dijo sonriendo con los ojos puestos en su hija—. Tú no debías tener hijos, Jacinta tenía muchos defectos, pero me conocía muy muy bien. Tan bien que a veces hasta yo me sorprendo.

    Era cierto, su tía la advirtió, le dijo que no debía tener hijos hasta haber librado la batalla con su padre, pero ella no la escuchó y se fue, y la dejó sola en aquel pueblo, y pensó que escaparía de todo aquel horror.

    —Vendrás conmigo, oh, ya lo creo que vendrás.

    Su padre alzó las manos y una niebla oscura emergió entre los dos. Allí estaba su pequeña, jugando en el parque, a su lado una mujer, muy cerca de su hija, tanto que prácticamente podía tocarla. María lloraba, paralizada por el miedo. Aquella mujer volvió la cara hacía ella con una sonrisa oscura como la muerte y aquellos ojos, aquellos ojos iguales a los de su padre.

    —¡No la toques! —gritó llorando.
    —Dime que vendrás conmigo, no quiero a esa estúpida niña para nada. Yo deseo que tú, mi hija, vuelvas conmigo. Dime que vendrás y la niña regresará a casa sana y salva.
    —Iré, iré contigo, pero ahora déjala. —dijo en apenas un susurro, el miedo le había robado la voz.

    Él hizo un gesto a la mujer y esta se desvaneció, dejando a la niña jugar tranquilamente en el parque.

    Su padre alargó la mano hacía María. Cuando sus dedos estaban a punto de rozarse, Amalia irrumpió en la habitación, tomó a María bruscamente por la cintura. Él las miraba sorprendido y furioso.

    —¡NO TE ATREVAS A HACERLO! 

    Pero Amalia ya había sacado el cuchillo y con un rápido movimiento cortó la palma de la mano de María. La sangre brotó goteando en el suelo de la habitación y él se desvaneció.

    —¿Qué has hecho, Amalia? Ahora irá a por mi niña.
    —No digas estupideces, niña. Acaso te has vuelto tonta de repente. ¿Jacinta no te enseñó nada? Él no puede hacer daño a tu hija, no puede tocarla, tu sangre corre por sus venas y eso la protege. No puede hacerle daño mientras tú no te sometas a él, en el momento en que te tenga la matará, a ella y a todos los que amas.
    —¿Y ahora qué hago? ¿Cómo los protejo?
    —Jacinta te enseñó la profecía, debías avanzar como ella te lo iba marcando, pero en el momento en que decidiste caminar tu propio camino, la profecía cambio. ¿Cuántas veces intentó mi amiga ponerse en contacto contigo? ¿Cuántas veces la rechazaste? Ahora, si quieres vivir y salvar a los tuyos, debes obedecer. El sacrificio será enorme, pero no existe otra solución. ¿Harás lo que yo te ordene?
    —Lo haré —contestó María, consciente de su error.
    —Tu sangre servirá para sellar tu juramento, yo no soy Jacinta, no te equivoques, yo no dudaré en matarte o entregarte a él si me desobedeces. No pondré en peligro a nadie por una niña caprichosa como tú. Tan solo te ayudaré por la promesa que le hice a mi amiga —contestó furiosa y con lágrimas en los ojos—. Ahora vamos, tenemos un largo camino por delante. Debemos ir al arroyo del molino gris. Allí te explicaré cuál es el plan. Por el camino deberás llamar a tu marido y le dirás que tienes que quedarte unos días más para organizar el entierro y todo el papeleo de la herencia. Él lo entenderá, no te preocupes, yo misma me he encargado de que así sea.