—¡No! ¡No! ¡Y no!
—Y tanto que sí, señorita. Usted tiene obligaciones y las cumplirá —respondió Erlina con su tono calmado e inmensa paciencia.
—¡No puedes obligarme! —contestaba la muchacha cada vez más enfadada. Con cada gesto de su mano rayos y centellas rebotaban por toda la habitación.
—Dirdre, debería dejar de montar estos numeritos todas las mañanas. Ciertamente, estoy empezando a cansarme y debo decirle que mi carácter calmado explota cuando mi paciencia llega a su límite. No creo que fuera de su agrado verme enfadada.
Dirdre miraba a la mujer con los ojos muy abiertos, pues era la única parte de su cuerpo que podía mover. Ya la había congelado en otras ocasiones, pero había algo en el tono de su voz que hizo que la muchacha recapacitara sobre su actitud.
—Así me gusta, señorita —la maga movió su varita y la chica salió de su entumecimiento—. Vístase, su prometido la está esperando para su paseo diario.
—Me vestiré y caminaré como todas las mañanas con ese muermo —contestó poniendo los ojos en blanco—, no obstante, sé que a ti tampoco te gusta y también que no me casaré con él. Y tú también lo sabes.
—Yo no sé nada. Déjese de tonterías, ya lo hemos hablado en otras ocasiones, usted no tiene el don de la videncia y ese chico está protegido por los más altos conjuros de esta tierra. No se va a morir y nadie lo va a matar. Absténgase de pronunciar esas profecías suyas en voz alta o la que acabará muerta será usted.
Erlina cerró la puerta del cuarto de la muchacha de forma apresurada, pero Dirdre pudo observar cómo le temblaban las manos a su sirvienta y las gotas de sudor que perlaban su frente.
—Querido, siento haberme retrasado. Deseaba estar a la altura de tu belleza.
Dirdre sabía que lo que más adoraba su prometido era que lo adularan, para él, ella no era más que un objeto del que presumir.
—Estás espléndida, ese vestido es una verdadera joya. Me costó mucho conseguirlo —dijo tomándola de la mano y mirándola de arriba abajo.
El vestido era de color rojo como los ojos de Dirdre. Se ajustaba a su cuerpo como una segunda piel, dejando el hombro derecho al aire, sobre el que descansaba su preciosa melena azul, recogida en una trenza. La tela era una exquisitez tejida por las ninfas del Bosque del Norte. Seguramente habría tenido que matar a algunas de ellas para conseguir aquel vestido.
Caminaron en silencio, como siempre. El compromiso de boda estaba escrito en las antiguas profecías, mucho antes de que ellos naciesen y no era algo que se pudiera cambiar. Él era el hijo del mago más poderoso del lugar y ella era una huérfana tocada por destino. La única niña de ojos rojos y cabellos azules del reino. Esa era la seña que la profecía marcaba para la elegida y por eso una plebeya llego a ser la prometida de aquel ser egocéntrico y poderoso.
Él la despreciaba profundamente. Dirdre podía sentirlo en cada poro de su piel. La primera vez que se vieron, sintió cómo la miraba. Sabía que la consideraba bella, podía notar cómo la miraban los hombres y él la miraba con deseo, pero le dejó claro que solo hablaría con ella cuando hubiera gente presente y que la despreciaba, que jamás estaría a su altura. Por eso, ella lo odiaba con todas sus fuerzas y deseaba que, como en sus sueños, él acabase muerto.
El paseo acabó y Dirdre regresó a sus aposentos, se cambió y se dirigió a los establos. Vivía en uno de los palacios del padre de su prometido, él era quién la había encontrado, hacía dos años en el orfanato en el que creció.
—¿Ya has terminado tu paseo? —preguntó el muchacho de ojos grises que, en aquel momento, cepillaba las crines de una de las yeguas.
—¿Sabes que hubiera querido acabar con él mientras caminábamos? No hubiera sido difícil, podía haber sacado el prendedor de mi cabello y ¡zas! Ahora estaría desangrándose —contestó con lágrimas en aquellos hermosos ojos.
—No quiero que vuelvas a decir eso, ¿me oyes? Es muy peligroso. Hay espías por todas partes. Dirdre, solo por pensarlo podrían matarte y yo no podría vivir sin ti. Ven —dijo dirigiendo a la yegua a las caballerizas y escondidos tras el animal se fundieron en beso apasionado.
—Te quiero, le odio. ¿Cuándo podremos huir? —sus dedos se enredaban en su pelo y él acariciaba las lágrimas que corrían por aquel hermoso rostro.
—Paciencia. Te prometí que no te abandonaría el día que te sacaron del orfanato y aquí estoy, trabajando para ese malnacido. Te prometo que no te casarás con él y te sacaré de aquí. Confía en mí —acurrucó la cabeza de la muchacha en su pecho y un destello rojo cruzó aquellos hermosos ojos grises.
En una esquina del establo Erlina, contemplaba la escena con tristeza, mientras jugueteaba con un prendedor ensangrentado entre sus manos.